Una tarde de marzo de 1977, Blake Fleetwood logró entrar como visita a la cárcel donde estaban recluidos Orlando Bosch y Luis Posada Carriles gracias a una improvisación. Fleetwood se presentó como periodista, a lo que Bosch no se pudo resistir. Hablaron por horas ante una grabadora y luego Bosh le mostró su celda. Destacaba un televisor Sony que cada día lo rescataba del hastío. Poco después, apareció Luis Posada Carriles con una caja de habanos cubanos y lo invitó con uno:
―Estados Unidos tiene un embargo con Cuba ―dijo Posada Carriles―. Pero nosotros no.
Unos años más tarde, el primer alcalde latino de Miami, Maurice Ferré, también visitó a Posada Carriles en la cárcel. Poco después, los guardias fueron sobornados con parte de los 28.000 dólares que el poderoso empresario de los medios de Miami Jorge Mas Canosa había enviado. Otra parte del dinero fue donada por los miembros del directorio del lobby de Miami, el Cuban National American Foundation, a razón de 2.000 dólares por integrante―más de diez mil dólares al valor de hoy.
Luis Posada Carriles atravesó el patio de la cárcel vestido de sacerdote, con una Biblia sostenida en su pecho. La escena resultó tan creíble que un campesino se le unió al paso apurado.
―Padre ―dijo el hombre―. Tengo un hijo que está muy enfermo. Por favor, pídale al Señor por él.
―Podemos orar por su hijo mientras caminamos ―dijo Posada Carriles, mientras mantenía su paso apurado.
La compañía del campesino hacía su farsa más creíble. Los dos hombres se alejaron de la prisión, uno a años luz del otro. Años después, Posada Carriles recordaría esta escena sin poder contener la risa. Para entonces, el hijo enfermo del campesino debía estar muerto. Quién sabe. De todas formas, le resultaba gracioso.
Tres guardias pagaron con tres años de cárcel por haber colaborado en el complot. Posada Carriles huyó para mejorar su currículum de atentados terroristas en distintos países, pero nunca más volvió a entrar a una cárcel. Un barco pescador lo dejó en Aruba, donde estuvo descansando una semana. De ahí, un avión privado lo llevó a Costa Rica y, más tarde, fue llevado a El Salvador, donde lo esperaba su viejo amigo de los tiempos de entrenamiento en Fort Benning, Félix Rodríguez. Rodríguez reconoció haber sido financiado por un millonario de Miami, quien se presume fue Jorge Mas Canosa. El currículum de Rodríguez, como el de muchos en Miami, era prolífico: había estado vinculado al régimen de Fulgencio Batista, a la Liga Anticomunista del dictador dominicano Rafael Trujillo; había sido agente de la CIA, miembro de la fracasada invasión de Bahía Cochinos, asesino del prisionero Che Guevara en Bolivia, participante de las matanzas en Camboya y Vietnam; había estado implicado en el escándalo Irán-Contras, en el narcotráfico en distintos países del Patio Trasero y había sido condecorado con una Estrella de Plata por Ejército estadounidense…
―Un día recibí un llamado de nuestro benefactor de Miami ―declaró Rodríguez―, quien me había ayudado mucho financieramente, para que escondiésemos a Posada Carriles.
A su vez, Félix Rodríguez había sido contratado por el agente de la CIA Donald Gregg, consejero del vicepresidente George H. Bush, exdirector de la CIA durante los años más violentos del exilio cubano en Estados Unidos y futuro presidente de Estados Unidos.
Derrotado Jimmy Carter en las elecciones de 1980, la suerte de Posada Carriles dio un vuelco inesperado. Su sueño de volver a ser admitido oficialmente en la nómina de pagos de la CIA se hizo realidad. La dictadura de El Salvador le proveyó refugio inmediato. Como lo había definido el presidente ecuatoriano Jaime Roldós, el régimen de José Napoleón Duarte se asentaba en una montaña de cadáveres, pero ser amigo personal del presidente Ronald Reagan tenía sus beneficios. Años antes, en 1980, el sacerdote Oscar Romero había sido ejecutado por reclamar que los militares cesaran la violenta represión contra sus feligreses más pobres y, pocos meses después, cuatro monjas estadounidenses fueron violadas y asesinadas en su camino hacia Nicaragua, acusadas de ser comunistas o de pertenecer a la Teología de la Liberación, la que tenía la mala costumbre de entenderse demasiado bien con los pobres. El gobierno de Ronald Reagan se encargó de obstruir las investigaciones de estos casos, acusando a las víctimas de ser simpatizantes del marxismo. Sus responsables, los generales Carlos Eugenio Vides Casanova y José Guillermo García se jubilaron en Miami, donde pasaron a ser respetables hombres de negocio, insospechados padres y abuelos de traje y corbata. Finalmente, luego de un largo litigio por otros cargos de asesinato, ambos serán deportados en 2016. Cientos de otros criminales y genocidas permanecerán en Florida y tendrán vidas apacibles y honrosas por el resto de sus vidas. Será el caso de Orlando de Bosch y Luis Posada Carriles.
A principios de los años 80, Posada Carriles pasó a colaborar directamente con el coronel Oliver North en la provisión de armas desde Honduras a los Contras―freedom fighters, en palabras de Ronald Reagan y terroristas en la definición de la ONU y de la Cámara de Representantes de Estados Unidos. Oliver North será acusado y condenado por mentirle al Congreso en el caso Irán-Contras, pero inmediatamente después será perdonado por el presidente George H. Bush. Como lo indica la tradición.
Según el FBI, Posada Carriles fue responsable de colocar al menos 41 bombas en Tegucigalpa, Honduras, pero esos casos permanecerán abiertos y nunca serán resueltos, como corresponde.
Mientras la mayoría de los estadounidenses se oponía a que su gobierno apoyara a los Contras por considerarlos terroristas, en Miami, la iglesia católica organizaba vigilias y oraciones por la liberación de Orlando Bosch, pese a haber admitido su participación en el atentado contra el avión de Cubana 455 que dejó 73 muertos, la mayoría de ellos jóvenes atletas.
* Capítulo adaptado del libro 1976. El exilio del terror
